No me grites

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez 

 

 

Padre: “Me acuso de mi falta de paciencia”. ¡Cuántas veces habremos escuchado esta afirmación todos los sacerdotes cuando confesamos! Tampoco es raro que alguien comente algo así como: “ayer me dijo mi hijito de cuatro años: mami, no me grites”.

Ahora lo invito a meter en una coctelera los problemas propios que ocasionan nuestros inevitables errores; más los problemas de la empresa donde trabajamos; más los problemas de los seres queridos (hermanos, cuñados, suegros, padres, y amigos); en algunos casos, un poco de temperamento colérico, inseguro, o acomplejado; más el cansancio propio de una jornada de trabajo –ya sea fuera, o dentro de la casa–; las molestias de una que otra enfermedad; los achaques propios de la edad; los ruidos de una gran ciudad; media hora de tráfico pesado; las prisas exigidas por nuestro civilizado sistema de vida; las deudas y pagos pendientes de colegiaturas y servicios; una pizca de egoísmo, o de complejo de víctima; los pleitos y el barullo de los niños, aunado a su remolonería para hacer sus tareas; las molestias de los vecinos, y la puntería de los inoportunos que llaman por teléfono en el momento menos indicado, o del zonzo que estaciona su carro frente a nuestra cochera cuando tenemos urgencia de salir. ¿Resultado? ¡Bingo! ¿y todavía se extrañan de ser impacientes?

Sin embargo, la falta de serenidad se manifiesta cuando deformamos la realidad, cuando hacemos de un grano de arena una montaña; cuando dejamos que nos aflijan y dominen asuntos que no deberían perturbarnos, o quizás sí, pero no en la talla de desasosiego que les cedemos. Uno de los errores más comunes en esta materia consiste en hacer propios problemas ajenos; y no se trata de enconcharnos en un egoísmo enjabonado donde todo nos resbale, y podamos justificarnos ante la propia conciencia cuando nos reprende por no ayudar a los demás. Sino en el sano discernir para delimitar hasta dónde llegan nuestras responsabilidades, y las culpas propias. . . y las ajenas.

¿Ayudar? Sí, siempre que sea posible, prudente y oportuno. Pero no perdamos de vista que es muy injusto hacer pagar a nuestros seres queridos un mal humor originado por los errores o irresponsabilidades de otros que están fuera del primer círculo. Por poner un ejemplo: la esposa y los hijos no deberían soportar la intemperancia del esposo, y padre, cuando este estado de ánimo es producto de los problemas que tenga ese señor con su jefe, o los que puedan tener sus hermanos entre sí, es decir por la culpa de los cuñados y los tíos.

Desde estos renglones me pronuncio, de la manera más solemne posible, por la conveniencia de que se instituya a nivel de bachillerato una materia llamada: “Las sanas distancias”.

Veamos además lo que nos dice Salvador Canals en su ya clásico libro Ascética meditada: “La virtud de la serenidad es una rara virtud que nos enseña a ver las cosas en su verdadera luz, y a apreciarlas en su justo valor: el que real y objetivamente tienen, que nos es revelado por el equilibrio y por el buen sentido[. . .] El dominio de nuestro propio ser, el equilibrio en los juicios y la reflexión ponderada y serena, el cultivo de la propia inteligencia, el control de los nervios y de la imaginación, exigen lucha y firmeza y también perseverancia en el esfuerzo y ese es el precio de la serenidad.

 “¿Qué quedaría en nuestra vida, amigo mío, de tantas preocupaciones, inquietudes y sobresaltos, si en ella entrase esta virtud cristiana de la serenidad? Nada, o casi nada. Mira, si no, cómo el simple transcurso del tiempo nos da, casi siempre, la serenidad del pasado; y, en cambio, tan sólo la virtud puede garantizarnos la serenidad del presente y del futuro. Y es que el tiempo, al pasar, deja cada asunto en su sitio: aquella cosa o aquel acontecimiento que tanto nos preocupó, y aquella otra que tanto nos alteró, ahora que todo ha pasado, son apenas una sombra, un claroscuro en el cuadro general de nuestra vida”.

¡Cuánta sabiduría popular, pero profunda, se encuentra en esas frases que deberíamos escuchar a diario para poder actuar como lo que somos: seres racionales. “Si pasa ¿qué importa?, y si importa, ¿qué pasa?”; “sereno moreno”, y “no te calientes granizo”.