Más de sentimientos

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez      

 

 

La semana pasada tocaba el tema de los sentimientos, esos inseparables compañeros nuestros. En cierta forma podemos afirmar que toda la literatura, comenzando por la Biblia, está curtida, es más, “preñada” de pasiones, como la vida misma de cada ser humano. Por eso mismo en los últimos tiempos se ha profundizado, con diversas suertes, sobre ellos. Los sentimientos no agotan todo el ser del hombre, no son el hombre; pero son parte estructural de nosotros.

“Qué triste es comer sin darse cuenta” le oí decir a un buen amigo del País Vasco, (los naturales de aquella región tiene fama, bien ganada, de tragones), y qué triste, digo yo, es encontrarnos con gente que no tiene la capacidad de disfrutar y emocionarse con las cosas bellas de esta vida; quienes tienen siempre cara de vaca echada mirando pasar el tren; que no saben gritar: ¡¡¡GOOOOOLLLLL!!!, aquellos que no saben dar y recibir cariño, y son incapaces de acariciar con ternura la cabeza de una pequeñita, o decirle a su esposa: “te amo”, con el corazón aprisionado con las dos manos para evitar que se le escape como un cohete y vuele al cielo para estallar en mil pedazos. 

De acuerdo, sentimientos sí, pero al igual que la dentadura postiza, en su lugar.

Si tenemos en cuenta que, desde una perspectiva trascendente, estamos llamados a pasar de esta vida a otra, la cual habremos de canjear como se consigue un premio o un buen lugar en una competencia, no debemos considerar a los sentimientos como algo de poca importancia, ya que con frecuencia nuestra obras son determinadas por nuestras emociones, y no tanto por lo que la razón nos señala como conveniente. 

Los sentimientos pueden, pues, apartarnos de nuestro verdadero bien. La experiencia diaria nos habla de adulterios, crímenes pasionales, venganzas, etc. que entorpecen una sana convivencia en todos los niveles de relación. De hecho podemos hablar de “los juicios de los sentimientos” los cuales tienden a desplazar, por su rapidez y vehemencia, a los juicios de la razón. De esta forma queda claro porqué tantas veces actuamos sin pensar.

Estas actitudes constituyen en muchos casos el centro de los malos hábitos y de las acciones desacertadas. La lucha por una vida moralmente ordenada se ha de dirigir, para hacer en todo momento, –con gusto o sin él– lo que debemos. 

Dicha forma de pensar resulta sumamente incómoda cuando tenemos casi cinco siglos poniendo como valor supremo a la libertad, de forma que para muchos lo importante es hacer lo que me venga en gana, y no lo que mi conciencia me señala como conveniente, o dicho en otras palabras, lo conveniente es hacer lo que yo quiero, pues actuar con libertad es el fin del hombre. 

La experiencia me demuestra que muchas veces los sentimientos determinan qué es lo que deseo hacer, y por lo tanto mi libertad queda determinada por esas pasiones, de forma que cuando pienso ser libre, puedo ser esclavo de mis estados de ánimo. . . ya se me agrió mi amada libertad. No resulté tan libre como yo pensaba. ¡Pobre de mí!

La lucha por crecer en las virtudes ha de dirigirse siempre de un modo positivo: que nuestra voluntad se acostumbre a considerar todo –los planes, proyectos y acciones concretas– teniendo en cuenta esta vida, la futura, y el premio que me espera. ¿Y los sentimientos? estarán presentes pero no serán los que definan nuestras acciones, sino los que las acompañen.

El problema principal estriba en que los sentimientos se disfrazan de razón, por lo que se requiere un esfuerzo constante de sinceridad con nosotros mismos, para no terminar engañándonos, al pretender engañar a los demás. A veces decimos cosas como: “esto no lo entiendo”, cuando la verdad es que no queremos hacerlo. 

Qué alegría poder decir en el momento de la muerte: a pesar de los pesares, y a pesar de mi mismo, cumplí con mi deber. ¿No cree Usted?