El olvido de Dios

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez

 

 

Hace tiempo un buen amigo, sacerdote, quien fuera por varios años párroco del pueblo de Tequila en el estado de Jalisco, me contó este suceso. En la ceremonia del “Grito” en la noche de un 15 de septiembre, un presidente municipal, desde el balcón del palacio, arengaba al pueblo a superar unos vicios muy generalizados y para ello comenzó mencionando datos concretos de las cantidades de alcohol que se consumía en la localidad, para cerrar su argumento con la siguiente afirmación: “tal parece que estamos perdiendo el temor de Dios”. ¡Vámonos tendidos! ¡El mismísimo presidente municipal quitándole la chamba al Sr. Cura y predicando desde la sede del gobierno ejecutivo como si fuera el púlpito! (Nota: Para ser sincero no recuerdo bien si me concretó que tal discurso lo diera desde el balcón del palacio, pero me resultaría desconcertante que un pueblo tan ilustre como Tequila no tuviera balcones en la fachada de la presidencia. ¡No más eso me faltaba!).

Ahora que termina el Congreso Eucarístico realizado en Guadalajara veo necesario hablar de Dios en mi columna, pero no para agredirlo -como parece que es la moda de los editoriales en nuestra época- sino todo lo contrario. Curiosamente son muchos quienes parecen entender que la modernidad, los avances de los últimos siglos y las ciencias resultan inconciliables con la existencia del Creador del universo. ¡Cómo me gustaría que todos los que piensan así, leyeran con buena disposición la encíclica “Fe y Razón” de Juan Pablo II, y digo que con “buena disposición” pues para entender cualquier texto es necesaria una actitud sana, entendiendo lo que el autor afirma y en base a un correcto entendimiento se pueda analizar -si se desea, con sentido crítico- para poder profundizar y enriquecernos con dicha lectura. 

“Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado -no podía ser de otro modo- dentro del horizonte de la autocon­ciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación «Conócete a ti mismo» estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testi­moniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como «hombre» precisamente en cuanto «cono­cedor de sí mismo».

“La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu huma­no se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, co­nociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo”. (“Fides et ratio” Juan Pablo II)

Sea lo que fuere, cuando el ser humano se olvida de Dios no anda bien; ni en lo personal, ni en lo familiar, ni en lo social en todos los niveles, y esto no es una afirmación gratuita; lo enseña la historia. Sin embargo, hasta para entender las lecciones que nos han dado nuestros antepasados a lo largo de los siglos, sigue siendo indispensable la buena voluntad. 

Está claro que las conclusiones del Congreso Eucarístico no habrán de producir una crecimiento en el “ingreso per cápita” que favorezca la economía de nuestra nación. De igual forma, que tampoco el amor entre los esposos, y de estos a sus hijos, influya de manera inmediata en el crecimiento de la Bolsa de Valores de nuestro país; lo cual sin duda hará que para muchos, dicha actividad carezca de importancia. Pero..., por favor, señores míos, despojémonos de la necedad aunque sea por una semana y dejemos de ver a la religión como un simple hecho para ser estudiado por la Sociología, la Historia o la Psicología, y tratemos de seguir aquel consejo de las Sagradas Escrituras: “Hoy, cuando escuchéis la voz de Dios, no endurezcáis vuestros corazones”. 

Con fe, o sin ella, la sana humildad, sigue siendo una virtud; y por lo tanto, algo que nos hace mejores seres humanos y de la que suele valerse Dios para derramar su luz en quienes viven entre tinieblas. Vale la pena intentarla.