¿Donde estoy?

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez 

 

 

Hace no mucho tiempo, circulando por Av. Revolución, en la Ciudad de México, me encontré detenido por los vehículos que tenía adelante de mí, a pesar de que la luz del semáforo ya estaba en verde para nosotros. Cuando salí por un lado de aquella hilera, pude descubrir que frente a los coches estaba una chica recién atropellada. Lo primero que me vino a la cabeza fue: Que alguien llame una ambulancia y a un sacerdote... y tate... caí en la cuenta que el sacerdote era yo; con lo cual, ni tardo, ni perezoso me apeé (Nota: el verbo “apearse” -reflexivo- suele utilizarse para designar la acción de bajarse de un caballo, pero en aquel momento yo no tenía un caballo a la mano, por lo que no tuve más remedio que apearme de mi “chevy”).

Gracias a Dios, la lesión de la jovencita no era de gravedad, aunque por el golpe perdió momentáneamente el conocimiento (Nota: yo me la encontré ya desmayada pero puedo suponer que, previamente al atropello, sí tenía uso de razón, pues aunque yo no la pude ver antes, me parece raro que hubiera salido desmayada de su casa). Pocos minuto después llegó una ambulancia y todo pudo solucionarse para ella con agilidad.

¿Cómo poder agradecer a tánta gente que, por profesión remunerada, o como voluntarios, trabajan día y noche cubriendo los servicios de emergencia en tantísimos lugares?: Médicos, paramédicos, enfermeras, socorristas, choferes de ambulancias, policías, bomberos, Protección civil, -y tántos más a los que pido perdón por no mencionarlos- que están acostumbrados a ayudar sin que sepamos ni siquiera sus nombres.

Pero no nos distraigamos. Lo que deseo contarles quizás pueda parecer una tontería. En el accidente arriba mencionado me tocó en suerte ser el primero en acercarme a la lesionada. Por lo mismo, era yo el más cercano cuando recobró la conciencia y entonces para mi sorpresa me preguntó: ¿Dónde estoy?

Anteriormente al suceso -que sigue siendo tema de estas líneas- yo pensaba que tal pregunta solamente se daba dentro de los argumentos de cine y televisión; pero resultó verdadera, y más tarde, pude reflexionar acerca la importancia que tiene para toda persona conocer su ubicación (Nota: “Ubicación” proviene de la palabra latina “Ubi” que significa lugar) pues cuando no sabemos dónde estamos... (agárrense)... estamos perdidos. Por lo que podemos concluir que el estar ubicados es más importante de lo que pudiera parecer a simple vista.

Aquellos que hayan compartido conmigo la experiencia de perderse en bosques, selvas, desiertos... sin que nadie pueda orientarnos, esto es, indicarnos de qué lado sale el sol... pues hasta ahora lo ha venido haciendo por el Oriente. (Nota: estoy exagerando pues mis extravíos han sido en pocos lugares, y de poca duración, digo esto, para que luego no vaya a pensar alguien que soy una especie de Indiana Jones) conocerán esa sensación de inseguridad que pronto se puede transformar en temor.

Aunque conservar la calma en esas situaciones es importantísimo, hemos de reconocer que quien se encuentra perdido está en franca desventaja; pues entre otros problemas, se pueden gastar grandes cantidades de tiempo y energías caminando en círculos.

Si esto lo referimos a nuestra existencia, el asunto se dimensiona en proporciones altamente peligrosas, y por desgracia, es fácil descubrir a muchas personas que simplemente no están ubicadas en la vida.

Hay hijos que se creen papás; casados que se creen solteros; alumnos que se creen maestros; maestros que se creen directores; conocidos que se creen amigos; amigos que se creen novios; novios que se creen esposos; adolescentes que se creen adultos; feos que se creen guapos; pelmazos que se creen simpáticos; tontos que se creen listos; sacristanes que se creen El Romano Pontífice; secretarias que se creen el Ministro de Gobernación... y mejor aquí le paro, porque como que ya me estoy enchilando ¿no creen?

Hay muchos métodos que nos pueden orientar. En resumen: aquellos que viven sirviendo a los demás, tanto en los servicios de emergencia, o en el hogar, como tantas madres de familia, o las empleadas domésticas, o en mil formas más... ya encontraron el Oriente: poder servir a los demás es lo único que nos ubica en la vida.

En el extremo opuesto están esos pedantes que constantemente miran a su prójimo por las fosas nasales.

Según Don Roberto Vásquez, a quien en este momento tengo a mi lado (Nota: esto lo escribo durante un viaje en tan grata compañía) antes se hablaba simplemente del servicio, hoy en cambio se habla más de “la calidad en el servicio” y es que se ha descubierto que, para servir mejor, hay que prepararse mejor. Esto es: crecer nosotros mismos como personas en el ejercicio de las virtudes y el fomento de la cultura.

Sin embargo, aquí aparece un peligro: el deseo de mejorar todo tipo de actividades, profesionalizándolas, por motivos puramente lucrativos o de competencia profesional, olvidando que el servir, siempre debe partir de la correcta valoración del ser humano, y por lo mismo, redunda en nuestro perfeccionamiento individual ya que descubrimos un “otro yo” anexando algo de su vida a la nuestra.

Y dicho sea de paso, siempre resulta provechoso viajar en compañía de personas sabias... ¿o no?