Adorables adolescentes

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez 

 

 

Con frecuencia solemos escuchar frases como: “Todos los hombre son iguales...” “Lo que pasa con las mujeres...” ¿No les parece que tratar de “homogenizar” tanto a los hombres como a las mujeres es absurdo? Quienes simplifican la vida de este modo cometen graves injusticias. Así también incurrimos en un grave error al pretender esteriotipar a los adolescentes como si ellos fueran iguales. Todos sabemos que cada ser humano es absolutamente irrepetible –digan lo que digan quienes promuevan la clonación– pues la persona humana es un compuesto de alma y cuerpo, de materia y espíritu, por lo cual dos individuos corporalmente idénticos pueden ser diametralmente opuestos entre sí.

Es lógico, pues, que cada adolescente sea una persona con su propia personalidad, sus gustos, cualidades, defectos, intereses, experiencias –buenas y malas– y tenemos la obligación de respetarlos por el simple hecho de ser: él o ella, y se acabó. Aunque también es cierto que tenemos el deber de ayudarlos a crecer como personas colaborando en su educación. 

Al planteamos cómo educar a los jóvenes, no deberíamos perder de vista que ya están educados –bien o mal– desde el día en que nacieron. En otras palabras: no los vamos a educar, sino que los hemos estado educando desde que vinieron al mundo. Esta visión nos ha de llevar, en algunos casos, a reeducar o a deseducar una serie de hábitos que los hijos han aprendido de sus padres como son: la paciencia o la impaciencia; el orden o el desorden; la grosería o los buenos modales; el egoísmo o la generosidad... 

Con frecuencia la rebeldía de los jóvenes es causada por los propios padres, ya que al no ejercitarse en la virtud de la paciencia terminan perdiendo su autoridad moral. Por ello, entre las obligaciones de los papás hacia los hijos están la comprensión y el acompañamiento junto con la exigencia, que siempre ha de ser prudente y firme. 

Pocas cosas son tan negativas en el proceso educativo como la incertidumbre, dado que ésta provoca descontrol y, por lo mismo, inseguridad. Las causas de estos errores en los progenitores podemos descubrirlas en el egoísmo, en considerar otros asuntos por encima de su propia familia (el caso más común es la preocupación por conseguir el dinero para satisfacer las necesidades del hogar) la comodidad, y la cobardía “al no querer tener problemas” consiguiendo que éstos sean más graves cuando los hijos crecen.

Hoy en día educar no es fácil, y mucho menos cuando los hijos ya no son pequeños, pero no es imposible. Hay muchos factores negativos como el ambiente, las malas amistades, la relajación de las costumbres, algunos medios de diversión y entretenimiento, y la facilidad con la que algunos padres les dan dinero a sus hijos. Pero también se cuenta con elementos muy positivos como el amor; el conocimiento personal –producto de muchos años de convivencia diaria– y la capacidad que todo ser humano tiene de mejorar. Nos conviene, por lo tanto, no obsesionarnos con las conductas negativas y, sobre todo, procurar escuchar lo que los hijos tiene deseos de decirle a sus padres, pero esto no se puede conseguir con interrogatorios, sino creando un clima de confianza que requiere dos elementos: tiempo y actitud; cuidando lo que se dice, y cómo se dice, lo que se hace y cómo se hace.

La educación es un arte más que una ciencia, y se apoya en tres fundamentos: el conocimiento del educando; la intención que se persigue a través de ese proceso, y los procedimientos para lograrlo. Pero para saber actuar adecuadamente debemos estar dispuestos a reconocer que, en ocasiones, ellos tienen la razón y nosotros somos los equivocados. 

No pensemos que los procedimientos han de ser caros o externos a la familia, como por ejemplo llevarlos con un psicólogo. Muchas veces he dado este consejo a padres y madres con hijos rebeldes, de esos con los que resulta imposible hablar sin discutir: Cuando él, o ella, esté viendo la televisión, colócate detrás de su asiento, y durante un rato pon las manos en sus hombros sin decir nada, luego sigue metido en lo que estabas haciendo y déjalo tranquilo. En otro momento acércate a tu hijo y hazle esta pregunta: ¿hay algo que te gustaría decirme? A veces da buen resultado, vale la pena probar.