¿Por qué qué, de qué?

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez

 

 

Cuando estudiaba la preparatoria tenía un compañero quien presumía de que todo lo que hacía era con plena conciencia de ello. Yo todavía -muchos años después- no lo consigo, pues a veces estornudo sin ser conciente de por qué lo hago, de la misma forma que en ocasiones manejo a una velocidad sin estar al pendiente del velocímetro. Otras veces reclamo lo que me incomoda, en asuntos mínimos, sin ponderar si mi demanda está plenamente fundamentada. Supongo que tomar concientemente decisiones como levantar la mano izquierda hasta mi cabeza para rascarme, y razonar antes de cruzar la pierna o acomodarme mejor en el sillón, debe ser extenuante.

¿Hasta qué punto somos racionales; y desde, y hasta dónde actuamos por instinto, o por simple costumbre adquirida a través de atavismos sociales? No lo sé. En este tema se encierra un misterio que me atrevería a calificar de inútil. Pero, por otra parte, no pensar nunca acerca de las causas de nuestras acciones nos pondría en un nivel infrahumano (animal o, incluso, vegetal). 

Cuando la cultura de la comodidad nos ha curtido por completo, corremos el peligro de identificar lo difícil con lo imposible. En una ocasión, después de haber dado una clase a chicas de 17 años, sobre el proceso de filtración de las ideas de los filósofos más abstractos hasta influir en la vida práctica de la población cuya cultura se nutre en las telenovelas; y habiéndome esforzado en que mi charla fuera lo más clara y aterrizada posible; le pregunté a la maestra titular qué les había parecido a las oyentes aquella sesión, y me contestó que algunas de sus alumnas se habían cansado de pensar. He de reconocer que su respuesta me deprimió. 

Tuvieron que pasar algunos años, y al fin pude reponerme de mi penoso estado cuando, esta semana en otra clase, pero ahora para señoras, tocamos el tema de las diferencias entre el hombre y la mujer y la importancia que tiene este asunto dentro de la relaciones entre la pareja. Esta vez además me divertí mucho, sobre todo cuando una de ellas llegó a la siguiente conclusión: “Si así están las cosas, entonces tenemos que pensar mucho antes de actuar”. ¡Bravo, bravísimo! ¡Felicidades! ¡Eureka! Simplemente ¡YYEESSSS!

Todos los días solemos cometer errores por no analizar nuestra realidad con la debida calma. Especialmente cuando nos olvidamos de buscar sus causas. Probablemente la experiencia nos ha hecho más intuitivos. Nos olvidamos que a los tres años de edad solíamos preguntar el por qué de todo. Ahora parecería que todo lo sabemos y nadie tiene que explicarnos nada. “Ya no soy un niño”, solemos responder ofendidos cuando se duda de nosotros, y así actuamos con absoluta seguridad, pero sin tener siempre la razón. ¿Habrá, acaso, algo de soberbia en ello? 

Además existe una enorme cantidad de presupuestos, postulados o prejuicios en el ambiente que solemos tragar sin masticar y así vamos cometiendo muchas injusticias con personas, principios e instituciones a los que solemos desacreditar por un simple sistema de reacción en cadena. “Todo mundo sabe que…” suele ser el argumento definitivo para negar lo que nos disgusta. Sobre todo cuando aceptar alguna “verdad socialmente incómoda” pudiera dañar nuestra aceptación ante los demás. Cada día aumenta en número de los que para todo piden explicaciones, pero no quieren explicar nada.

Está claro que para muchos su principal objetivo existencial consiste en ser aprobados por un ambiente enfermo de SCCTAP: “superficialidad crónica contagiosa transmitida por un ambiente publicitado”, donde los criterios de decisión personal se manejan por el: “No piense, nosotros lo haremos por usted. Sólo escoja…, destape y disfrute nuestros insuperables productos… y, no lo olvide, déjese consentir. Para eso estamos nosotros”. ¡Bruto. Genial. No sé cómo pudo vivir tanta gente en época pasadas sin todo lo que tenemos ahora! Sólo les tengo envidia a mis nietos que disfrutarán de quién sabe cuántas maravillas más… ¡Ajá! OK. 

Todo esto me hace pensar que podríamos dividir a los seres humanos en racionales, emocionales y dormilones, en proporciones de 0.02 %, 49.98 % y 50 %, respectivamente. ¡Qué shulada! Y lo peor de todo es que, con estas actitudes corremos el peligro de traicionar la verdad. ¿Que cuál verdad? Pues la que hace referencia a lo que realmente somos: Hijos de Dios, de paso por una vida efímera, con la oportunidad de luchar amando a los demás hasta poder conseguir la vida eterna. ¿O no?