La historia de mi vida

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Supongo que todos habremos escrito en algún momento de nuestra adolescencia la bella historia de lo que queríamos que fuera nuestra vida, pero… ¡Oh, gran decepción! Las cosas no han salido como nosotros las habíamos pensado. Aquí no me refiero propiamente a escribir un libro, sino a crear en la imaginación un relato con aquellos personajes que tendrían como misión hacernos felices.
Seguramente nos cuesta entender que esos planes hayan tomado otro rumbo cuando nosotros lo único que esperábamos era una vida sencilla, con un trabajo que nos diera cierto estatus para vivir con las comodidades normales y algunos pequeños gustos, como viajes por Europa o Asia, aunque no fueran escandalosamente lujosos.
En cuanto al ambiente laboral muchos querrían un jefe comprensivo que supiera valorar el esfuerzo de sus colaboradores reconociendo ante los demás sus aportaciones y que estuviera dispuesto a cedernos su puesto cuando llegara el momento de superarnos profesionalmente esperando nuestra jubilación (a los cincuenta o cincuenta y cinco años). Unos compañeros no celosos con quienes poder participar en los trabajos de equipo.
En lo referente a los parientes políticos quisiéramos… que no fueran políticos; de buenas costumbres y buena fama. No entrometidos, pero sí dispuestos a echar la mano en asuntos económicos o el cuidado de los suegros cuando por sus edades necesitaran de quien se ocupara de atenderlos.
Al pensar en el cónyuge lo único que queríamos era una persona normal con buen humor, paciente, comprensiva, trabajadora, ordenada, alegre, prudente, inteligente y puntual. Dispuesta a escuchar con atención todo aquello que nos gustaría compartir en un ambiente de respeto, cariño y servicio. Guapa o guapo; deportista, que no roncara por las noches. Preocupado(a) por su aspecto personal, pero alejado(a) de vanidades. No protagonista. Dispuesta a tenernos la paciencia necesaria en aquellas “cadaunadas” que todos tenemos y que no deberían criticarnos como si fueran defectos. Siempre dispuestas a darnos ese abrazo lleno de ternura que todos necesitamos y seguramente nosotros sabríamos habernos ganado.
Unos hijos que, siendo normales, supieran aceptar y valorar la autoridad de sus padres. Un grupo de amigos leales con quienes poder convivir sin traiciones ni críticas. Una buena casita en un fraccionamiento tranquilo con vecinos educados y participativos, pero no metiches.
Para poder vivir así también nos habría gustado un ambiente social donde no fuera necesario competir para ser reconocidos y estimados. Donde la gente valiera por lo que es y no por lo que tiene. En un país con seguridad social, autoridades honestas preocupadas por el bien común, muy trabajadoras y transparentes.
Total… Si tampoco estábamos pidiendo demasiado. Sólo lo justo para poder vivir como todo ser humano merece, ya que todos tenemos derecho a ser felices. Sí, realmente resulta difícil entender por qué la vida nos ha negado esas pequeñeces.
Aunque por otra parte, quizás nos convenga pensar que la felicidad auténtica está en que nosotros podamos hacer felices a los seres que amamos.