Acólitos anónimos

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Hace unos cuantos años eran populares aquellos calendarios que obsequiaban en las tiendas, donde aparecían los típicos monaguillos traviesos ataviados con sus sotanitas rojas y sobrepellices blancas, rematadas con encajes en los puños. En aquellas imágenes no faltaban otro tipo de puños: los que le habían puesto un ojo morado a algún compañero que llevaban el mismo uniforme.
Pues bien, afortunadamente estos pequeños y juguetones ¿ayudantes? no han desaparecido y siguen distrayendo con sus despistes, buen humor, y uno que otro tropezón.
Lo normal es que muchas personas conozcan los nombres de los sacerdotes, pero casi nadie sabe cómo se llaman los acólitos, por eso con justicia podemos hablar de los “acólitos anónimos”. Sin embargo, hoy quiero hacer referencia a dos de estos pequeños personajes que solían ayudarme ya hace algunos años.
El primero se llama Arnulfo. Estudiaba 1º de Secundaria en la Ciudad de los Niños de Monterrey. Él no era muy alto, delgado, de tez morena, sencillo y discreto, pero nada apocado. Un buen día, antes de comenzar la Misa, me preguntó: “¿Puedo felicitar a mi papá? Hoy es su cumpleaños”. Me pareció un bonito detalle, y al final de la ceremonia le cedí el micrófono, y él sin ninguna pena, con voz clara, y el templo lleno de fieles, dijo: “Papá muchas felicidades”.
El otro se llama Carlos. Era difícil encontrarlo sin que apareciera en su cara una agradable sonrisa. Este tipo de niños que caen bien cuando uno los ve de lejos, y mejor cuando los tiene cerca. Normal, de pelo un poco ondulado y cara redonda.
Un día se me ocurrió hacerle una broma a Cleta, la encargada de la sacristía, pues como yo sabía que ella asistiría a la ceremonia en la que Su Santidad Juan Pablo II canonizó a San Josemaría Escrivá en el Vaticano, en tono de chavo fresa les dije: “¿Ya saben que Cleta se va a Roma?” Y para mi sorpresa, Cleta me dijo: “¿Y usted sabe que Arnulfo y Carlos también van?”.
Desde que en febrero de 2002 se supo la noticia de la canonización, estos tres personajes se propusieron estar presentes en aquella ceremonia, y a base de vender todo género de cosas; rifar pasteles; pedir ayuda a sus familiares y conocidos y mil peripecias más; consiguieron su propósito.
Qué lástima que en los reportajes que cubrieron aquella noticia no se hacía referencia a este tipo de historias tan llenas de fe, cariño, y un poco de heroísmo. ¡Qué lejos nos puede llevar la fe! Sobre todo cuando va acompañada de una decisión firme. Los tres regresaron cansados, paseados, rezados, desvelados, y muy contentos. Estuvieron cerca del Papa, rezaron ante los restos del fundador del Opus Dei al que le tienen gran cariño. Probablemente este sea el viaje más importante de sus vidas; ahora ya saben –porque lo han vivido– que no hay imposibles para quien se propone algo, y sobre todo, cuando se cuenta con la ayuda de Dios.