Acólitos anónimos
Hace unos cuantos años eran populares aquellos calendarios que obsequiaban en
las tiendas, donde aparecían los típicos monaguillos traviesos ataviados con sus
sotanitas rojas y sobrepellices blancas, rematadas con encajes en los puños. En
aquellas imágenes no faltaban otro tipo de puños: los que le habían puesto un
ojo morado a algún compañero que llevaban el mismo uniforme.
Pues bien,
afortunadamente estos pequeños y juguetones ¿ayudantes? no han desaparecido y
siguen distrayendo con sus despistes, buen humor, y uno que otro tropezón.
Lo
normal es que muchas personas conozcan los nombres de los sacerdotes, pero casi
nadie sabe cómo se llaman los acólitos, por eso con justicia podemos hablar de
los “acólitos anónimos”. Sin embargo, hoy quiero hacer referencia a dos de estos
pequeños personajes que solían ayudarme ya hace algunos años.
El primero se
llama Arnulfo. Estudiaba 1º de Secundaria en la Ciudad de los Niños de
Monterrey. Él no era muy alto, delgado, de tez morena, sencillo y discreto, pero
nada apocado. Un buen día, antes de comenzar la Misa, me preguntó: “¿Puedo
felicitar a mi papá? Hoy es su cumpleaños”. Me pareció un bonito detalle, y al
final de la ceremonia le cedí el micrófono, y él sin ninguna pena, con voz
clara, y el templo lleno de fieles, dijo: “Papá muchas felicidades”.
El otro
se llama Carlos. Era difícil encontrarlo sin que apareciera en su cara una
agradable sonrisa. Este tipo de niños que caen bien cuando uno los ve de lejos,
y mejor cuando los tiene cerca. Normal, de pelo un poco ondulado y cara redonda.
Un día se me ocurrió hacerle una broma a Cleta, la encargada de la sacristía,
pues como yo sabía que ella asistiría a la ceremonia en la que Su Santidad Juan
Pablo II canonizó a San Josemaría Escrivá en el Vaticano, en tono de chavo fresa
les dije: “¿Ya saben que Cleta se va a Roma?” Y para mi sorpresa, Cleta me dijo:
“¿Y usted sabe que Arnulfo y Carlos también van?”.
Desde que en febrero de
2002 se supo la noticia de la canonización, estos tres personajes se propusieron
estar presentes en aquella ceremonia, y a base de vender todo género de cosas;
rifar pasteles; pedir ayuda a sus familiares y conocidos y mil peripecias más;
consiguieron su propósito.
Qué lástima que en los reportajes que cubrieron
aquella noticia no se hacía referencia a este tipo de historias tan llenas de
fe, cariño, y un poco de heroísmo. ¡Qué lejos nos puede llevar la fe! Sobre todo
cuando va acompañada de una decisión firme. Los tres regresaron cansados,
paseados, rezados, desvelados, y muy contentos. Estuvieron cerca del Papa,
rezaron ante los restos del fundador del Opus Dei al que le tienen gran cariño.
Probablemente este sea el viaje más importante de sus vidas; ahora ya saben
–porque lo han vivido– que no hay imposibles para quien se propone algo, y sobre
todo, cuando se cuenta con la ayuda de Dios.