Nuestra Señora de Guadalupe

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Personalmente me resulta reconfortante leer en diversas obras abocadas al estudio de las apariciones del la Virgen María en la Nueva España, pocos años después de ser consumada la conquista. Aquel admirable regalo de amor plasmado en la tilma de Juan Diego mueve al amor divino en el Nuevo Mundo y así, desde hace quinientos años, el mensaje sigue vivo.
Por otra parte, para los españoles fue la confirmación más plena de que los naturales de estas tierras eran sus hermanos, hijos también de su Madre del Cielo -a la que desde hacía siglos- veneraban y querían. Significó también una gran ayuda para reunir en el mismo culto a ambas razas y culturas, vencidos y vencedores, nativos y foráneos, nuevos y viejos creyentes. Así lo cuentan D. Alonso de Montufar, Arzobispo de México en su sermón del 6 de septiembre de 1556:
“La Virgen en su advocación de Guadalupe del Tepeyac, está obrando un gran milagro, el cambio de costumbres en la Ciudad de México, cuyos habitantes, por amor a esa devoción, habían renunciado a sus francachelas dominicales, para irse a visitar devotamente al santuario, rezar y cumplir con la santificación de las fiestas”
Francisco de Salazar, Abogado de la Real Audiencia en 1666 y cronista por tanto de la primera época después de las apariciones, afirma: “Que el fundamento de esta ermita tiene desde su principio el título de la Madre de Dios, el cual ha provocado en toda la ciudad que tengan devoción en ir a rezar y encomendarse a Ella. Así a españoles como naturales se les ha visto entrar con gran devoción -a muchos de rodillas- y adelantar desde la puerta hasta el altar donde está la venerada imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Quitar esta devoción sería contra toda la cristiandad”.
Además de su aparición Nuestra Señora dejó una prueba única de su estancia en Tepeyac: una pintura bien acabada de su persona, plasmada en una simple capa, de un humilde hombre de esta tierra, al poco de haberse convertido al cristianismo, de nombre Juan Diego. Si no hubiera quedado la imagen impresa sobre la tilma de este santo varón ¡qué difícil de creerle¡
El lienzo era una prueba segura. De aquí que el Papa Benedicto XIV al recibir una copia de la imagen recordara aquella frase del Salmo 147: “Non fecit taliter omni nationi” (No hizo cosa igual con ningún otro pueblo).
¿No sería un invento de los naturales, quienes apenas una docena de años, veneraban a una divinidad azteca femenina “Tonantzin” a la que ofrecían sacrificios? ¿O no sería que pusieron en manos del buen Juan Diego ese precioso cuadro de alguna manera? Pero… ¿qué artista de talento pintaría tan delicada obra en un ayate confeccionado con hilos de maguey? Puestos a escoger razones para justificar acontecimientos tan poco comunes, me inclino a aceptar que Dios quiso dejarnos a su Madre como Madre nuestra como lo hizo con San Juan al pie de la cruz. También nosotros la necesitamos.