Nuestra Señora de Guadalupe
Personalmente me resulta reconfortante leer en diversas obras abocadas al
estudio de las apariciones del la Virgen María en la Nueva España, pocos años
después de ser consumada la conquista. Aquel admirable regalo de amor plasmado
en la tilma de Juan Diego mueve al amor divino en el Nuevo Mundo y así, desde
hace quinientos años, el mensaje sigue vivo.
Por otra parte, para los
españoles fue la confirmación más plena de que los naturales de estas tierras
eran sus hermanos, hijos también de su Madre del Cielo -a la que desde hacía
siglos- veneraban y querían. Significó también una gran ayuda para reunir en el
mismo culto a ambas razas y culturas, vencidos y vencedores, nativos y foráneos,
nuevos y viejos creyentes. Así lo cuentan D. Alonso de Montufar, Arzobispo de
México en su sermón del 6 de septiembre de 1556:
“La Virgen en su advocación
de Guadalupe del Tepeyac, está obrando un gran milagro, el cambio de costumbres
en la Ciudad de México, cuyos habitantes, por amor a esa devoción, habían
renunciado a sus francachelas dominicales, para irse a visitar devotamente al
santuario, rezar y cumplir con la santificación de las fiestas”
Francisco de
Salazar, Abogado de la Real Audiencia en 1666 y cronista por tanto de la primera
época después de las apariciones, afirma: “Que el fundamento de esta ermita
tiene desde su principio el título de la Madre de Dios, el cual ha provocado en
toda la ciudad que tengan devoción en ir a rezar y encomendarse a Ella. Así a
españoles como naturales se les ha visto entrar con gran devoción -a muchos de
rodillas- y adelantar desde la puerta hasta el altar donde está la venerada
imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Quitar esta devoción sería contra toda la
cristiandad”.
Además de su aparición Nuestra Señora dejó una prueba única de
su estancia en Tepeyac: una pintura bien acabada de su persona, plasmada en una
simple capa, de un humilde hombre de esta tierra, al poco de haberse convertido
al cristianismo, de nombre Juan Diego. Si no hubiera quedado la imagen impresa
sobre la tilma de este santo varón ¡qué difícil de creerle¡
El lienzo era una
prueba segura. De aquí que el Papa Benedicto XIV al recibir una copia de la
imagen recordara aquella frase del Salmo 147: “Non fecit taliter omni nationi”
(No hizo cosa igual con ningún otro pueblo).
¿No sería un invento de los
naturales, quienes apenas una docena de años, veneraban a una divinidad azteca
femenina “Tonantzin” a la que ofrecían sacrificios? ¿O no sería que pusieron en
manos del buen Juan Diego ese precioso cuadro de alguna manera? Pero… ¿qué
artista de talento pintaría tan delicada obra en un ayate confeccionado con
hilos de maguey? Puestos a escoger razones para justificar acontecimientos tan
poco comunes, me inclino a aceptar que Dios quiso dejarnos a su Madre como Madre
nuestra como lo hizo con San Juan al pie de la cruz. También nosotros la
necesitamos.