Pero pocos sabemos amar

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Debería haber una carrera universitaria –obligatoria– llamada “Matrimonía”, donde se enseñara a formar matrimonios y familias bien estructurados, a prueba de terremotos, huracanes… y salitre.
Resulta curioso que en las amonestaciones eclesiásticas todos los testigos afirmen que los novios tienen la madurez necesaria para poderse casar y, sin embargo, cada día aumenta el número de divorcios. Junto con ello nos encontramos con una desafortunada pérdida del sentido de compromiso. Está claro que nadie se casa con el propósito de divorciarse, pero la fidelidad a las promesas hechas para toda la vida se desmorona cuando la convivencia saca a la luz las imperfecciones del cónyuge.
Saber distinguir entre lo que “debemos” hacer y lo que la otra persona espera de nosotros nos ayuda a hacer lo “conveniente”. Con frecuencia, al no tener en cuenta esta distinción surgen desilusiones y problemas. No siempre lo “correcto” es lo “oportuno”. Aquí es donde la prudencia ha de superar a la justicia.
Los problemas matrimoniales suelen evidenciar las deficiencias en la educación de los esposos. Es decir la falta de virtudes que los padres deberían haber fomentado en sus hijos.
Es evidente que la gente cambia. Que las cualidades de los novios pueden verse, con el paso de los años, como engaños para conseguir atrapar a la pareja, pero esto es parte inevitable de la vida. Todos sabemos que hasta las casas bien construidas terminan haciéndose viejas y aparecen las goteras, las ventanas se oxidan, los vidrios se rompen, los pisos se hunden...
Con cierta frecuencia escuchamos comentarios como: “Mi marido y yo somos como el agua y el aceite en el mismo charco”. Lo curioso es que esa diferencia de viscosidades no aparecía, como tal, durante los años anteriores a la boda, cuando cada uno ponía lo mejor de sí para el ser amado. Y es aquí donde notamos, entre otros errores, cómo se dejaron abiertas las rendijas por donde se fue colando esa maldita rutina que termina matándolo todo.
Un error muy común de las mujeres casadas consiste en agotarse de tal manera durante en día en las cosas de la casa, de los hijos, de los compromisos con otras personas, que terminan completamente agotadas al final del día y, cuando regresa el marido a su casa no tiene las energías para poder recibirlo con serenidad, buen humor y cariño. En definitiva terminan desatendiendo su principal obligación que es atenderlo a él… Ah, y no tocar el tema del dinero hasta una hora después, cuando el ambiente esté prudentemente preparado con una cerveza y unos cacahuates.
Ya sé que a muchas personas esto les suena a sumisión; a la degradación de la mujer ante el hombre, sometiéndola dentro de un esquema medieval. Yo estoy convencido que es simple madurez. Pues si la mujer desea ser la reina de su hogar, necesita un rey. Así se facilita que el hombre tenga deseos de llegar temprano a su casa y atender a su esposa con la delicadeza y el cariño que ella se merece.