Hijo de…

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

No cabe duda que ser hijo de determinadas personas marca buena parte de nuestras vidas. El aspecto genético, el tipo de educación que, proponiéndoselo o no, nos dieron nuestros padres, el ejemplo de sus conductas, la condición económica, la casa habitación donde crecimos y tantas cosas más, nos influyen y –sin anular nuestra libertad personal– explican el porqué de nuestra forma de pensar, de nuestras acciones y de nuestras reacciones.
Retomo mi tema de la semana pasada cuando decía que hace poco, asistiendo a un curso de estudios, me llamó la atención una idea que tiene mucho fondo: El hombre es un ser relacional. El expositor nos hacía reflexionar sobre estos ejemplos: Somos hijo(a) de…, hermano(a) de…, padre o madre de…, vecino(a) de…, compañero(a) de… y en ocasiones estas relaciones nos han marcado un rumbo bien definido.
Durante toda la vida hemos estado y estaremos, en relación con innumerables personas a quienes debemos mucho, para bien y para mal; y estamos en deuda con ellas, amén de aquellos con quienes también nos tocará convivir en el futuro.
De hecho a la mayoría de esas personas no las hemos invitado a subir a nuestro escenario. Con frecuencia nos sorprendemos al ver que se meten actores desconocidos. Pero no podemos detener el mundo y escribir un guión y dirigir la película como se hace en los estudios de cine.
Por otra parte, también es cierto lo que escribió Amado Nervo en su poema “En paz”, pues cada uno termina siendo arquitecto de su propio destino.
La libertad tiene un atractivo mágico, es terriblemente peligrosa y se tiñe de misterio, pues nos promete no necesitar de nadie, nos puede llevar a la ruina, y nadie puede asegurar qué decisiones tomaremos.
La sabiduría de un hombre o de una mujer prudentes ha de saber conjugar la orquestación en el trato con los demás, a través del uso de una libertad que no se rija por el capricho, sino por la búsqueda del bien y la verdad. El uso de estas reglas no es frecuente en la mayoría de la gente, precisamente por ello los verdaderamente sabios se distinguen de la mayoría de los mortales en quienes los criterios de conducta suelen guiarse por modas temporales y mercadotecnias diseñadas para simples consumidores.
Los sabios se distinguen en las multitudes como las luces de Bengala en la oscuridad. No pasan desapercibidos, entre otras cosas porque saben dar a sus amigos un valor personal, no utilitario. Aquí caben muy bien aquellas palabras de Quevedo cuando decía que “el árbol de la vida es la comunicación con los amigos. El fruto, el descanso y la confianza en ellos."
En El Principito de Saint Exupéry, descubrimos a un rey que vivía solo en su planeta obsesionado por dar órdenes a quien fuera. No me queda claro si siempre vivió solo, o sus súbditos emigraron a otros planetas para librarse de su tiranía. Aquí en la Tierra sobran ejemplares de esa especie real.
Cuidado: ¡Usted puede ser uno de ellos!