El arte de educar

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Ingeniero viene de ingenio. Durante miles de siglos, desde que el hombre es hombre, han habido ingenieros, es decir aquellas personas que se las han ingeniado para poder sobrevivir. Los descubrimientos y los inventos que han permitido la magia de la tecnología de nuestros días, se apoyan en un número infinito de maravillosos recursos, simples unos y complicados otros, de inventores anónimos en su mayoría.
Hace poco leía que el cerebro humano tiene alrededor de trece mil millones de neuronas. No dudo que los elefantes puedan tener más neuronas que nosotros, pero ninguno de ellos usa un Nokia.
Tener la capacidad para resolver los problemas cotidianos es más complejo de lo que suponemos y estos asuntos mejoran con el tipo de educación que recibe cada individuo desde que nace, e incluso, antes.
Es cierto que el hombre es un animal de costumbres, pero tenemos la capacidad de modificar nuestra conducta usando de una voluntad que es libre, a diferencia de los irracionales.
Hay quienes definen la educación como el fomento de las virtudes y el combate a los vicios. Esto, entendiendo que las virtudes son los hábitos buenos y los vicios son los malos. Estamos, pues, en un nivel muy superior al de la simple instrucción, donde el objetivo es la transmisión de conocimientos. No todo científico es una persona virtuosa, en cambio todos conocemos gente inculta llena de virtudes.
La experiencia nos ha venido demostrando que la mayoría de los padres de familia educan a sus hijos en base a los sentimientos de cada momento, sin un programa, sin objetivos, ni sistemas de evaluación. En una época como la nuestra, cuando todo trabajo tiende a profesionalizarse, el negocio de la formación de los seres humanos dentro del ámbito familiar sigue basado en la improvisación. Los resultados de esta falta de sistema se manifiestan notoriamente en el fracaso de tantos matrimonios jóvenes que terminan divorciándose pronto por motivos banales.
No cabe duda que el arte de improvisar en la educación de los hijos es un recurso sumamente valioso, sin embargo, educar a base de improvisar equivale a no educar.
Hace poco me cuestionaba un matrimonio amigo sobre la conveniencia o inconveniencia de premiar la buena conducta de un adolescente. Les sugerí que trataran de hacer un planteamiento diverso: Hablar con el chico y hacerlo consciente de que con sus buenas obras estará provocando motivos de alegría en sus seres queridos. En definitiva, no hacer lo bueno esperando una recompensa personal, sino hacer lo correcto con el deseo de dar una alegría a quienes lo quieren. Por lo que ellos me comentan el resultado ha sido muy favorable.
Educar requiere, también, poner a correr el hámster, es decir, enseñar a pensar. Es fundamental que desde muy chicos los niños se acostumbren a analizar y a sintetizar lo que sucede en su entorno. Por otra parte está el tema del uso de su libertad. Hay que enseñarlos a administrar su libertad de forma que afronten las consecuencias de sus decisiones.