Pobrecita Whitney

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Resulta impresionante el impacto social que ha supuesto la muerte de Whitney Houston. Muchos millones de personas en todo el mundo se duelen -nos dolemos- por su temprana muerte.
¿Cómo es posible que una mujer que tuvo todo: Una voz privilegiada, belleza, carisma, fama mundial, dinero, reconocimientos, premios…, fuera atrapada por el oscuro mundo de las drogas? ¿Qué más necesitaba? ¿Qué le faltó para ser tan feliz como se puede ser en esta vida?
Algunos se atreven a juzgarla por su consumo de drogas y alcohol. Es cierto, esto no puede ser considerado como bueno, ni como intrascendente, mucho menos como ejemplar. Pero me parece oportuno que nos detengamos un momento para analizar este caso y sacar consecuencias que nos sirvan de algo.
Para enfrentarse al monstruo de la fama hay que tener una madurez moral y psicológica muy fuerte, y muy bien cimentada. He aquí uno de los motivos principales de la destrucción de no pocos, quienes a través de las artes, del deporte, de la política o del dinero, alcanzan la popularidad, pero terminan arruinando sus vidas y desilusionados.
La vanidad es uno de los vicios universales que pueden distorsionar la propia realidad, es decir esa autovaloración justa y equilibrada que todos necesitamos. Cada vez que nos dejamos envolver en la telaraña de los elogios y aplausos vamos perdiendo libertad. Nuestra voluntad se rige por la búsqueda de más fama o por el miedo ante el fantasma del desprecio y, por lo mismo, se está dispuesto a todo con tal de no caer en el olvido de nuestros admiradores.
¡Cuántas dolientes historias de famosos han sido llevadas al cine reflejando la realidad, tras bambalinas, de quienes son admirados por las muchedumbres pero terminan arruinados por la ausencia de esa estructura moral!
Cualquier hijo de vecino tiene necesidad de respeto y cariño. Requerimos ser amados para mantener el equilibrio emocional mínimo y estar así en condiciones para hacer todo lo que hacemos. En el caso de los artistas esto se dimensiona de forma más marcada dada su carga emocional. Los artistas se distinguen por ser apasionados, lo cual los puede arrastrar, entre otras cosas, a la depresión, a la ira, a la violencia, y a las drogas.
¡Qué difícil ser padre de un hijo con talento artístico para poderlo encauzar sin cortarle las alas y, al mismo tiempo, para darle una educación donde predominen virtudes como la fortaleza de ánimo, la humildad, la sinceridad en la propia valoración y el espíritu de servicio que les permita no sentirse “los bordados a mano”! ¡Qué miedo da ver a esos niños que saben hacer cosas maravillosas, y se entusiasman con la idea de llegar a ser grandes estrellas, en edades que deberían aprovechar para aprender el respeto y la obediencia a sus papás, conviviendo sanamente con sus hermanos y estudiando con disciplina! Pero sobre todo, qué miedo cuando son sus propios padres quienes pierden el piso y los ponen en el borde del barranco.