Aquella paella valenciana

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Hace años, en una convivencia a la que asistimos cuatro decenas de amigos, uno de ellos, de origen hispano y diestro en las artes culinarias, preparó una exquisita paella en tal cantidad que, a pesar de ser tantos, no pudimos dar cuenta de ella. Fernando Linares, quien goza ya de Dios, se lució confeccionando tres paelleras grandes de las cuales sobró una entera. Ante ello se decidió que la tercera fuera entregada a unas señoras, encargadas de preparar los alimentos a un grupo de profesores.
Para desgracia de los maestros, y disgusto de todos, nos enteramos más tarde que aquellas buenas mujeres, al ver por primera vez en su vida esa comida, comentaron entre sí: “pobrecitos señores, se les echó a perder el arroz” y decidieron dársela a los cerdos.
Con cierta frecuencia me viene aquel recuerdo a la mente, sobre todo cuando me percato de tantos hechos que manifiestan la pérdida del sentido sagrado, y aunque el asunto viene de muy lejos, en los últimos cinco siglos, desde la perspectiva eclesiástica, y desde hace tres, desde la óptica filosófica, se ha ido sistematizando un concepto de la vida donde lo sobrenatural ha perdido su sentido clásico, relegándosele a esquemas puramente culturales, estéticos y, en el peor de los casos, económicos.
Un claro ejemplo de esta realidad la podemos encontrar en el disgusto de Jesús cuando expulsa con violencia a los mercaderes del templo, pues habían convertido la sinagoga, que es casa de oración, en cueva de ladrones…, en lugar de mercadeo. Aquella escena les hizo recordar a sus apóstoles una frase del Antiguo Testamento: “El celo de tu casa me consume”. Puedo suponer apoyado en muy variados datos, que el comercio no ofende a Dios. No señor, es más bien el desprecio y el olvido por parte nuestra, de la realidad divina, de lo sobrenatural.
Hace tiempo vi en la televisión cómo demolían, por medio de explosivos, un edificio de muchos pisos en la ciudad de Pittsburgh. Uno de los retos que tuvieron los expertos, fue evitar que la onda expansiva dañara los vitrales de una iglesia ubicada a cerca de cien metros, y lo lograron. Ahora bien, ¿será el amor a Dios lo que motivó a esos ingenieros, o será el noble afán del hombre civilizado de proteger las manifestaciones de cultura?
Poco a poco nos hemos ido deslizando por la pendiente de lo práctico, de lo pragmático, de lo económico, y queremos tabular la realidad sobrenatural con estos esquemas. No está mal cubrir unos hermosos vitrales y hacer comercio, pero quizás nos convenga analizar cuál es nuestra actitud ante un Dios que, conociendo el interior de los corazones, se ha quedado a vivir entre nosotros para que le pongamos más atención, para que le dediquemos un poco de nuestro valioso tiempo, y para que no le echemos la también nuestra paella -nuestra vida- a los cerdos.