Dios fuente de serenidad

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Alguna vez contemplé cómo varios adolescentes arrojaron a un compañero a una alberca. El problema consistía en que aquel jovencito no sabía nadar. Su desesperación fue enorme y se contorsionaba para mantenerse a flote mientras todos los veían con rostros de incredulidad. Nadie se tiró a ayudarlo pues todos sabían que no podría pasarle nada malo: Estaba en una zona poco profunda y le hubiera bastado quedarse quieto para que, pisando el fondo, pudiera mantener la cabeza y la mitad del cuello fuera del agua.
A diferencia de otras creencias, el cristianismo es una doctrina que permite tener una base sólida pues primeramente se apoya en las capacidades de Dios, es decir, en su omnipotencia y en su providencia, más que en nuestras capacidades personales.
Algunos opinarán que los hombres inventamos a Dios para llenar nuestros vacíos de poder y resolver ingenuamente nuestras incertidumbres. A lo cual podría responder que los alimentos no existen porque yo tenga hambre, sino que tienen una objetividad independiente de quienes los necesitamos. Lo mismo sucede con Dios, pues aunque yo tenga hambre de él, su existencia no depende de mis carencias.
La fe en Dios me permite enfrentar la vida con una visión distinta -sobrenatural- y éste es un valor agregado de no poca importancia, dado que se convierte en el soporte más sólido de la virtud de la serenidad. Copio unos textos de Salvador Canals en su libro Ascética Meditada:
“¿Qué quedaría en nuestra vida, amigo mío, de tanta preocupaciones, inquietudes y sobresaltos, si en ella entrase esta virtud cristiana de la serenidad? Nada, o casi nada. Mira, si no, cómo el simple transcurso del tiempo nos da, casi siempre, la serenidad del pasado; y, en cambio, tan sólo la virtud puede garantizarnos la serenidad del presente y del futuro. Y es que el tiempo, al pasar, deja cada cosa en su sitio: aquella cosa o aquel acontecimiento que tanto nos preocupó y aquella otra que tanto nos alteró, ahora que todo ha pasado, son apenas una sombra, un claroscuro en el cuadro general de nuestra vida.
“Necesitamos de la serenidad de la mente, para no ser esclavos de nuestros nervios o víctimas de nuestra imaginación, necesitamos de la serenidad del corazón, para no vernos consumidos por la ansiedad ni por la angustia; necesitamos también de la serenidad en nuestra acción, para evitar oscurecimientos, superficiales e inútiles derroches de fuerzas. La mente serena da firmeza y pulso para el mando: la mente serena encuentra la palabra justa y oportuna que ilumina y consuela; y sabe ver en profundidad y con sentido de la perspectiva, sin olvidarse de los detalles y de las circunstancias, que han de resaltar en una visión de conjunto.
“Objetividad y concreción; análisis y síntesis, suavidad y energía; freno y espuela, visión de conjunto de detalles; todas estas cosas y muchas otras abarca, en síntesis armónica, la virtud cristiana de la serenidad”.