Por un dulce no se llora

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez  

 

 

La semana pasada, como nos suele pasar a todos, sufrí el martirio de escuchar el llanto de una pequeñita que no me permitía trabajar a gusto. Me encontraba metido en un confesionario atendiendo a los penitentes y cuando terminé, aquella niña ya no estaba. Según pude darme cuenta, aunque no era capaz de entender todo lo que decía con sus alaridos, lloraba porque quería un dulce.

Tres días más tarde, un vecinito, se pasó cerca de media hora llorando amargamente, con un lamento audible por lo menos a ochenta kilómetros a la redonda, y todo porque sus padres no le cumplían un antojo.

Este tipo de experiencias las sufrimos en transportes públicos, comercios, teatros, iglesias… en todas partes. Recuerdo, ante una situación de este tipo, la desesperada voz de un hombre maduro que gritó: “Niño, ya llévate a tu mamá”.

Los menores saben que lo único que tienen que hacer para obtener cualquier cosa, es saturar la paciencia de sus padres: Asunto nada difícil, sobre todo cuando este espectáculo evidencía ante la sociedad su incapacidad educativa.

Con el paso del tiempo los adolescentes “lloran” cuando sus padres no los dejan ir a una fiesta, al antro, o a un “pijama party”, y se dan casos en los que una esposa llora porque su marido no le compra un vestido, (y no estoy exagerando). Y todo ello porque nadie les dejó bien claro cuando eran niños, que por un dulce no se llora.

A mi entender uno debe de llorar en ocasiones muy concretas: Por un cólico nefrítico o en un parto sin anestesia, ante la muerte de nuestros seres queridos, o asuntos de especial relevancia; pero por un dulce, por un Xbox, por un antro, por una fiesta o por un vestido.

Indudablemente el llanto es una característica del ser humano. Lo cual no significa que es más humano el que más llora. Considero que decirle a un niño frases como “los hombres no lloran” no es correcto, pues los hombres sí lloramos. Ahora bien, quizás en algunos casos convenga decirle a un pequeño algo así como: “Mira, pon atención, si tienes un dolor muy fuerte, o fiebre alta, o algún problema serio, estoy dispuesto a atenderte, y con mucho gusto, pero si se trata de un capricho no te haré caso. Por lo tanto, es inútil que sigas llorando”. Claro está que esto requiere de una firmeza y una constancia a toda prueba, pero a la larga es lo único que realmente educa en el tema de no ser esclavos de nuestros caprichos.

No puedo garantizar el resultado de este consejo, pero si un solo niño llegara a entender este planteamiento, quizás se salve a una familia, y a sus vecinos, de sufrir la tortura de un llanto insoportable. Pero sobre todo, porque se estará ayudando a un futuro padre o madre de familia a controlar su carácter. ¡Qué maravilla!