Madera de santo

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez

 

 

Precisamente un día como hoy, el 26 de junio pero de 1975, hace exactamente treinta años, mientras estábamos comiendo, llamó un amigo a mi casa y nos dijo que “el Padre” había muerto. Esa era la forma familiar con la que nos referíamos al fundador del Opus Dei (Obra de Dios en latín), pues para nosotros era “eso”: un auténtico papá. San Josemaría como hoy se le conoce en todo el mundo, fue un gran promotor del afán de santidad en la gente normal. ¿El argumento? Muy sencillo: si la santidad está en el amor a Dios, no hace falta ser sacerdote ni monja para conseguirla, pues sería absurdo pensar que sólo ellos pueden amarlo. En toda actividad decente se puede, y se debe, tratar a Dios ofreciéndole la labor normal como materia de santificación. Por ello cada día más gente se ha ido planteando esa otra forma de ver la vida, con una perspectiva que supera lo que nuestros limitados esquemas mentales son capaces de captar y plantear. Estos nuevos trazos nos van dando una visión muy superior: “sobrenatural”. En uno de sus libros más conocidos dice: “Madera de santo. -Eso dicen de algunas gentes: que tienen madera de santos. Aparte de que los santos no han sido de madera, tener madera no basta…”. (Camino 56).

Quizás una de las características más sobresalientes de este sacerdote fue el haber sabido conocer y entender su tiempo. Con frecuencia nos sucede que, al pensar en un santo nos imaginamos a un ser que está tan cerca de Dios que no está en condiciones de pisar el suelo. Como si la fuerza de su vida interior lo elevara hasta perder el contacto con su realidad. Pero no es así. San Josemaría, como muchos otros amantes de Dios, han podido mantenerse fuertemente arraigados en su momento histórico y por eso mismo su santidad es real, no un cuento de hadas. ¡Qué claro hemos palpado esto en nuestro tan querido Juan Pablo II!

Esa es la santidad que los bienaventurados han sabido descubrir en Jesús como modelo; es la santidad de un Pablo de Tarso -San Pablo- quien relata sus fatigas, tormentos, prisiones, naufragios…, quien manda pedir el manto que olvidó en casa de unos amigos, pues lo necesita en las frías noches de prisión, y que también sabe exigir sus derechos de ciudadano romano para ser juzgado por el César de acuerdo a las leyes civiles de su época.

San Josemaría Escrivá de Balaguer habla también de derechos cuando responde a la pregunta de un periodista -Pedro Rodríguez- publicada en la revista “Palabra” de Madrid en octubre de 1967. “Desde luego no veo ninguna razón por la cual al hablar del laicado -de su tarea apostólica, de sus derechos y deberes, etc.- se haya de hacer ningún tipo de distinción o discriminación con respecto a la mujer. Todos los bautizados -hombres y mujeres- participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: “ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer”. Y al planearse otros temas tan serios como la misma muerte deja escrito: “¿Soberbia? -¿Por qué?... Dentro de poco -años, días- serás un montón de carroña hedionda: gusanos, licores malolientes, trapos sucios de la mortaja..., y nadie, en la tierra, se acordará de ti”. (Camino 601).

 Pero también cuando habla del trato que debe distinguir la conducta de los hijos de Dios, y en especial hablando del matrimonio, dice: “… está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive.  Por esto pienso siempre con esperanza y con cariño en los hogares cristianos, en todas las familias que han brotado del sacramento del matrimonio, que son testimonios luminosos de ese gran misterio divino -sacramentum magnum!, sacramento grande-... Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento inicial -el bautismo- ya confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino”. (Conversaciones 91).

Al conocer el ideario de este sacerdote santo se entiende por qué le gustaba afirmar que “se han abierto los caminos divinos de la tierra”. Hace treinta años lo perdí, pero desde entonces no se separa de mí.