¿Racistas nosotros?

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez  

 

 

Mi buen amigo Roberto Diener me platicaba hace ya muchos años, una anécdota que parece sacada de un cuento de hadas y brujas. Pasando unos días de vacaciones y hospedado con su familia en uno de tantos hermosos lugares de nuestro país, ocupaban una mesa de un pintoresco hotelito, cuando apareció en la puerta del restaurante un hombre de raza negra con uno de sus hijos. Un mesero se acercó a los recién llegados, y trató de conseguirles lugar en una mesa ocupada por un alemán, güero, quien respondió que prefería comer solo. Roberto le pidió al mesero que por favor invitara al nuevo comensal a compartir su mesa, y de esta forma se enteró, en amena y culta conversación, que aquel señor era el embajador de Haití en México, decano del cuerpo diplomático, hombre docto que dominaba cinco idiomas. El güerito era un mecánico de la Volkswagen.

Hoy en día en muchos países están preocupadas por el resurgimiento de grupos violentos de tendencia antirracistas, y durante los últimos años hemos podido ver películas, libros, y documentales que nos presentan los terribles crímenes a los que ha llegado el hombre como producto de estas torpes posturas.

Todas esas narraciones, seguramente harán hervir la sangre en las venas de los que nos consideramos gente de paz. Pero cuidado, no nos rasguemos farisaicamente las vestiduras. Sin embargo, es fácil darnos cuenta que los mexicanos somos además de racistas, regionalistas y clasistas.

Que clara resulta la imagen de aquella película protagonizada por Héctor Suárez titulada El mil usos, donde en una escena se nota el desprecio del chofer de un camión transportando maíz a la ciudad de México, cuando descubre a un pobre indígena viajando como polizón en su camión. Quizás muchos de nosotros no acertaríamos a distinguir la diferencia racial de los protagonistas, pero para ellos la “desigualdad” resultaba evidente.

Es probable que nos hayamos sentido heridos al descubrir el trato de desprecio y burla de gente sin educación, pero que se mueven con gran soltura entre las calles de las grandes ciudades al descubrir a indígenas de regiones remotas de nuestro país (que sí tienen una cultura entramada de folklore, tradiciones, leyendas, vestidos típicos, sensibilidad musical, y con profundos principios morales y religiosos, aunque sin grandes refinamientos claro está), pero... ¡Ay de ellos! no saben viajar en metro, ni saben usar un teléfono de tarjeta con chips electrónicos.

En clubes sociales y deportivos, discotecas, escuelas, y en muchos otros lugares, se puede ver que no basta pagar las mismas cuotas que los demás para ser aceptado por todos. Y sabemos que muchas empresas para reclutar personal piden “buena presentación”, en la que cuenta mucho el color de la piel, la estatura y los rasgos faciales.

La conclusión es rotunda, el racismo y el regionalismo son productos no del orgullo bueno, basado en el amor sano a la propia patria y a la región donde hemos nacido. Sino del orgullo malo - de la soberbia - de pensar que yo, y los míos, somos superiores a los demás, por el simple hecho de que “ellos” no son “nosotros”. Es muy notoria la preferencia de algunos (muchos) mexicanos por todo lo que nos venga del vecino país del Norte, y la desconfianza hacia mucho de lo nuestro. No perdamos de vista que, nuestro país es el de abajo, no el de arriba.