¿Iglesia contra Estado?

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez  

 

 

Un principio básico para el ambiente de cariño, de paz y solidez en todo hogar bien constituido ha de ser el respeto que se tengan los esposos entre sí y en consecuencia, el soporte que cada uno brinde a la autoridad del otro frente a los hijos.

Con cierta frecuencia podemos observar a esposos emproblemados que tratan de ganarse el apoyo de los hijos al desautorizar a su cónyuge, provocando una división más grande y más profunda dentro del seno familiar en la que todos salen perdiendo.

Aunque el ejemplo no se adapte en todo a la realidad, permítanme decir que la Iglesia y el Estado son como los esposos en su intento por promover y proteger el bien común, tanto en lo espiritual como en lo material; tanto en lo eterno como en lo temporal, tanto en lo sobrenatural como en lo natural, y todo ello dado que sus fieles son los mismos ciudadanos.

Así como al padre no le corresponde hacer el papel de la madre y viceversa, Iglesia y Estado han de respetar el ámbito propio del otro.

Así como todo buen matrimonio requiere de un alto grado de calidad en la comunicación, la Iglesia y el Estado deben estar abiertos a la posibilidad de señalarse los errores en los temas mixtos que puedan perjudicar a la sociedad, pero esto deberán hacerlo, por elemental prudencia, sólo en los asuntos importantes, no en los de poca monta.

Así por ejemplo, cuando el Estado tenga noticia cierta y comprobada de la actividad política partidista de algún ministro de culto, tiene el derecho para reclamar a las autoridades eclesiásticas competentes. El espíritu de esta idea está contemplado por el mismo Código de Derecho Canónico en su canon 285, parágrafo 3.

Ahora bien, el Estado cometería una injusticia no pequeña si pretendiera la existencia de una Iglesia muda y ciega ante la posibilidad de abusos de autoridad, corrupción, o leyes gravemente injustas; en los que la Jerarquía eclesiástica, por exigencia divina, tiene derecho a señalar como tales, no proponiendo la anarquía; pues la Iglesia es la primera institución a nivel mundial en defender la autoridad civil. Téngase en cuenta que ella, como ninguna otra, ha convivido durante 20 siglos, con muy variados sistemas de gobierno, favoreciendo la paz y la concordia.

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado deben basarse no una separación que implique desconocimiento e inclusive hostilidad, sino en la independencia que proclama respeto a la libertad y autonomía de cada institución, en un espíritu de colaboración mutua, dado que el Estado no es autosuficiente, porque para poder subsistir como tal necesita de fuerzas y energías espirituales, morales e intelectuales externas, que provienen del conocimiento del orden natural, y que la doctrina cristiana contribuye admirablemente a perfeccionar. Los organismos estatales son en la práctica imperfectos.

Por supuesto que el Estado debe subordinarse a la Moral objetiva, dado que él no es fuente de fines absolutos para la persona, sino que tiene el encargo de garantizar que los ciudadanos busquen los fines éticos personales y sociales. Las personas transfieren al Estado la tarea de conducir la sociedad al bien común pero no pueden abdicar nunca al derecho de cultivar las virtudes para obtener la felicidad; tal renuncia conduciría a la pérdida de la libertad, a la esclavitud de la persona, y a la tiranía del poder público