Tú di sapo... y yo brinco

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez

 

 

Resulta patente que la obediencia no está en sus mejores momentos. Obedecer suele ser mal visto y quienes lo hacen con frecuencia son considerados como seres inferiores. La razón es simple: quien obedece se somete a la voluntad del que manda. Es decir, la obediencia exige que alguien determine la ruta y los medios, adoptando la postura del superior, mientras que quien obedece habrá de conformarse con seguir el camino marcado, sin que muchas veces, ni siquiera se le pida su opinión. 

Cuentan que un hombre volaba en un globo aerostático, cuando de repente, se percató de que estaba perdido; maniobró hasta que, lentamente, divisó a alguien en la calle y le gritó:

-Oiga: ¿Podrá ayudarme? Quedé de reunirme a las dos con un amigo, llevo media hora de retraso y no sé dónde estoy.

-Con mucho gusto. Se encuentra usted en la canastilla de un globo de aire caliente, flotando aproximadamente a unos 20 metros de altura, entre los 40 y 42 grados de latitud Norte y entre los 58 y 60 grados de longitud Oeste.

- Es usted ingeniero, ¿verdad? - preguntó el del globo.

- Sí señor. Lo soy. ¿Cómo lo adivinó?

-Es simple, porque todo lo que me ha dicho es “técnicamente” correcto, pero “prácticamente” inútil. Sigo perdido y voy a llegar tarde a mi cita porque con su información no arreglo nada.

- Oiga; es usted jefe ¿verdad? -preguntó el de la calle-.

- Sí señor. ¿Cómo lo supo?

- Muy simple. Usted no sabe ni dónde está, ni para dónde va. Le hizo una promesa a su amigo que no puede cumplir y espera que otro le resuelva el problema. De hecho se halla exactamente en la misma situación en que estaba antes de encontrarnos... salvo que, por alguna extraña razón, ahora yo soy el culpable.

Indudablemente muchos han perdido de vista que mandar es una forma de servir; de forma que, cuando el mando se usa sólo en beneficio propio pierde su verdadero sentido. Por otra parte, no debemos olvidar que al obedecer hemos de usar la inteligencia, preguntando y decidiendo lo que esté dentro de nuestro ámbito.

Cuando estos principios se pierden de vista no resulta extraño encontrarnos con un cuestionamiento negativo: ¿Cuál será la zona de cobertura de quien manda? Es decir: ¿Hasta donde podrá ordenarme y hasta dónde no? ¿En qué estoy obligado a obedecer y en qué asuntos puedo no hacerlo sin que ello me traiga consecuencias negativas? ¿Hasta dónde llegan mis obligaciones y hasta dónde mis derechos? Todo ello implica una visión corrosiva de lo que hasta hace poco se consideraba una virtud. Hoy, obedecer es un mal necesario ante el cual sólo caben la resignación y la tolerancia. En definitiva; obedecer, en la opinión de no pocos, degrada.

Sin embargo, esta forma de ver a la obediencia es más propia de esas personas a las que nada más les tiran un hilo y se hacen nudos. Ahora más que nunca se piensa que tener una visión negativa es signo de madurez. Si quieres ser considerado como un ser pensante; critica todo lo que puedas. Nunca nos faltarán argumentos para desacreditar lo que otros hacen. Esta forma de actuar suele ser, incluso, muy bien remunerada para quienes trabajan en los medios de comunicación como “comentaristas”. Si un conductor de radio o televisión, o un editorialista de prensa, no son hipercríticos aparecen como simplones, cobardes, o faltos de criterio. Ojalá encontráramos un aviso que diga: “Se solicitan comentaristas positivos y optimistas”.

Aquí bien cabe el planteamiento de ¿qué sucedería con la sociedad, partiendo de la misma familia, si dejáramos de practicar la obediencia? Educar no sólo es trasmitir conocimientos y forjar conductas, sino también, y muy especialmente, fomentar actitudes. Enseñar a amar la virtud es de vital importancia. Considero que aquí estriba uno de los principales errores de la Pedagogía práctica moderna. Si no fomentamos en niños y jóvenes la obediencia como algo positivo -amable- nos los estaremos preparando para la vida. Del desorden rara vez salen cosas buenas. Por otra parte, no lo olvidemos, la autoridad moral y el respeto mutuo, son el mejor combustible y el lubricante óptimo de esa obediencia que es capaz de identificar las voluntades.